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Solo las mentes maestras tienen el poder de adueñarse del tiempo y el espacio, hacer uso de las herramientas cósmicas y transformar la filosofía en realidad: Alan  Parsons  Symphonic Project, es la encarnación magistral de equilibrio armónico.

1948 fue testigo de importantes cambios en la estructura política de diferentes naciones. Londres, por ejemplo, intentaba a través de los juegos olímpicos recuperarse del rezago económico que causo la segunda guerra mundial.

Las mejores cosas pasan cuando menos lo esperamos, justo en medio del caos pendular nace el hombre que cambiara la manera de producir música, aquel que, logró condensar el conocimiento archivado por la historia, sumándole sus propios ideales para crear un sistema filarmónico orquestado pura y llanamente por la simetría matemática.

Alan Parsons inició detrás de la cabina de los estudios Abbey Road como asistente, años más tarde, conseguiría el título de ingeniero en audio, posición que le permitiría encabezar la confección de materiales con un alto nivel de trascendencia en el tiempo: Wild Life (Paul McCartney, 1971) y Dark Side of the Moon (Pink Floyd, 1973), son la mejor referencia curricular.

El arte de construir requiere de la sustancia que yace el mundo esotérico y de las ciencias místicas, Parsons encontró en estas escrituras la manera de moldear los cuatro elementos, fusionarlos con la geometría y llevarlos a la dimensión polifónica.

El pasado 20 de junio visitó nuestra ciudad para darnos una pequeña probada de su gran majestuosidad, deleitando los paladares más melindrosos, detallistas y amorosos con la musa melódica.

Siendo las 20:30 el escenario explotó en luminosidad, se notaba que algo diferente estaba en el aire desde la entrada del venue, algo prodigioso, del que solo pocos podrían ser privilegiados.

El selecto banquete era servido por un monstruo de múltiples cabezas: una elegante orquesta, dividida y colocada númerologicamente, todo en su sitio. Cuando Alan pone un pie en un sitio vislumbra, sin dificultad, la acústica del todo, sabe que hacer, donde poner y quitar, manipula el espacio a su antojo transmutando emociones convirtiéndolas en energía funcional.

Haciendo uso de sus poderes de prestidigitador, se posada a la mitad del escenario, pero el eco de su voz resonaba en cada uno de los 10,000 asientos, que sería una ingenuidad aclarar, todos estaban ocupados.

La noche transcurría pero cada minuto que se iba era un sacrificio para la satisfacción, pareciera que el conjunto de talentos, que se hallaba en la tarima, unió fuerzas para convertir al Auditorio Nacional en un microcosmos, donde todo fluía y refluía,  nada malo podía pasar, los átomos que circulaban tenían un solo propósito: hacer vibrar nuestra pasión por el embellecimiento del alma.

El inquebrantable ser del escritor, director y compositor, fue el firme soporte ante un cuerpo de 69 años, que para nada dio muestra de agotamiento, sobra decir que un joven con cinco décadas menos debería apropiarse de esta actitud.

La velada avanzaba pero lo hacía de la mano del terrible verdugo de la felicidad; el desenlace, cuyo protagonista fue el hit que tiene el record de haber dado la vuelta al globo más rápido que Phileas Fogg: Eye In The Sky (1982).

El público aceptó los términos de clausura, sin embargo, no dejarían marchar al astro ingles sin hacerlo regresar, hecho que generó  un efecto domino en todos los detalles que tuvo durante el concierto, resultando en una muy merecida una ovación de pie.

Rebasando los límites de nuestra profesión, calificamos esta presentación como sobresaliente, esperando el regreso de la estrella que cayó del firmamento para traer inspiración celestial a la tierra. Gracias Alan Parsons.

 

 

 

 

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Príncipe de Cd. Nezahualcóyotl. Partidario de la libertad artística, voy por la vida defiendo a los bulleados musicales aunque no siempre gane. No existe música sin sentido, solo gente sin sentimientos.