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El argentino Andrés Calamaro, pisó -y besó- tierras mexicanas como parte de su gira Licencia para cantar: una serie de conciertos acústicos en los que pide soltar los malditos teléfonos y disfrutar la música.

Existen dos clases de personas: las que van a un concierto a vivirlo y las que van a grabarlo. Las primeras suelen odiar a las segundas, y a veces también los odian los músicos, que consideran una falta de respeto -y de atención- ese mosaico de pantallitas que distrae a los de arriba y abajo del escenario, en su afán por registrar un recuerdo de algo que ni siquiera están viviendo completamente.

Uno de ellos es Andrés Calamaro, que vino a México a ofrecer dos shows acústicos y, al menos en el primero, ya consiguió frenar por dos horas la compartidera en redes sociales, pero no pudo contener la euforia rockera de sus seguidores.

“Ofrecemos nuestra mayor elegancia posible, sensibilidad y un grado de intimidad”, reza el flyer firmado por Calamaro y repartido en la entrada al Teatro Metropolitan, para suplicar -¿acaso advertir?- que los asistentes evitaran usar sus teléfonos móviles, so pena de  “reaccionar en la medida del respeto y la atención que nos presten”.

Oooookkkk… parecía algo exagerado, particularmente porque el personal del teatro realmente regañaba a los que -no faltan- desobedecían, pero el resultado fue mágico: las manos solo se levantaban para aplaudir, vitorear y sacudir la intensidad con la que todos coreaban cada una de las 26 canciones interpretadas por el argentino y el trío de piano, contrabajo y percusiones que lo acompaña en esta edición acústica.

Quizá la ansiedad por el smartphone fue fácilmente controlable por una cuestión generacional: la gran mayoría de los asistentes tenían entre 30 y 50 años -obviamente esto es una aproximación-, difícilmente se veía alguien menor aunque sí había por ahí uno que otro adulto mayor rocker, y una niña.

Evidentemente, los fans que siguen a Calamaro desde los años 80 y 90 no son millenials, o son de los primeros días de esa generación; pertenecen todavía a esas épocas en las que el concierto se tenía que vivir intensamente para recordarlo, porque no había registro automático ni estaba permitido meter las viejas, enormes cámaras al recinto. También eso explicaría la uniformidad de la emoción: todos cantaban, todos aplaudían y en todas las filas podía verse el entusiasmo agradecido de quien ha esperado mucho tiempo por algo, aunque la última vez que el músico vino a México fue hace un par de años.

Ya antes cumplió su advertencia. En la ciudad argentina de Salta tocó algunas canciones de espaldas al público, en protesta por los necios celulares que seguían apareciendo por ahí. Tal vez este acto sentó un precedente para los siguientes shows de la gira Licencia para cantar, en la que promueve su nuevo disco Volumen 11, con el espectáculo desenchufado que en México empezó bohemio y casi solemne, pero terminó con gritos, sudor y lágrimas. 

Desde La Libertad (rola con la que abrió) hasta Para no olvidar, Calamaro apenas había pronunciado alguna palabra entre canciones, y el público controlaba su evidente excitación para mantener el mood. Pero esto se descontroló cuando cantó Que te vaya bonito de José Alfredo Jiménez, homenaje a México que cerró -el muy cabrón- besando el suelo del escenario, ante lo cual, evidentemente, los mexicanos reventaron de emoción. Tanto, que luego corearon el “¡Oeee, oe, oe, oeeee, Andréeees, Andréeees!”… no todo podía ser perfecto.

El orgasmo fue simultáneo durante Estadio Azteca, Flaca y Paloma, cuando Andrés ya también se había relajado. Para Mi enfermedad la bohemia ya se había ido al carajo y aquello ya era un típico concierto de rock: la gente ya no se volvió a sentar y perdió la pose, el fundador de Los Rodríguez se sentó junto al pianista para tocar con él… un éxtasis absoluto. 

Crímenes cerró el primer concierto acústico de Andrés Calamaro en la Ciudad de México. Con un rigor por el que nadie protestó, empezó a tiempo, cumplió con su setlist y cerró la noche. ‘Muchas gracias, DF’, dijo a sus seguidores mexicanos, con quienes tuvo una perceptible comunión que no siempre ocurre, o que a veces se interrumpe por alguien que no baja su celular durante todo el concierto. La súplica/advertencia funcionó: “recuperar el placer de escuchar un concierto”. 

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